Un obispo en tiempos de tormenta

La década de los años sesenta del siglo pasado se caracterizó por una extrema agitación en el seno de la Iglesia Católica.

Al Concilio Vaticano II le siguió el encarnizamiento del modernismo contra la Iglesia de siempre. Y, mientras el Vaticano vacilaba y el Papa de entonces dudaba, surgía en Latinoamérica el fatídico Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, quienes harían del marxismo camuflado en el Evangelio su bandera de lucha.

Estamos hablando de los tiempos en que Helder Cámara, el “obispo rojo” que ahora se quiere beatificar, era la voz cantante y campante de la iglesia latinoamericana. Estamos hablando de la época en que el “beato” Angelelli hacía sus primeras armas como obispo auxiliar de Córdoba.

Y en Córdoba fue que los curas tercermundistas dieron su primer golpe contra el entonces obispo, Monseñor Castellanos, quien debió abandonar su cargo para recluirse hasta su muerte en un convento benedictino. Luego fue en Mendoza que un par de decenas de curas izquierdistas provocaron una insurrección contra su obispo, Monseñor Buteler, y que, insólitamente, fue relevado de su cargo por el Papa Paulo VI. Otra vez había triunfado el “tercermundismo”. Siempre apelando a las presuntas reformas que el Concilio propugnaba.

Luego fueron por el Arzobispo de Rosario, Monseñor Guillermo Bolatti, pero este pudo controlar y disolver los grupos de sacerdotes tercermundistas.

Paralelamente a los sucesos de Rosario también quisieron promover le remoción del Arzobispo de Paraná, Monseñor Adolfo Tortolo.

Era Monseñor Tortolo de aspecto físico frágil, “quebradizo”, diría un amigo. De figura encorvada, usaba lentes con un notable aumento y su voz era algo temblorosa. Su aspecto físico endeble en realidad hablaba de su vida verdaderamente ascética. De una profundísima formación doctrinal era proverbial su devoción y piedad marianas. Elocuente orador, eran famosas sus homilías, siempre impregnadas por un gran conocimiento teológico que sabía llegar y calar en los espíritus más sencillos. Y era un incansable pastor, un verdadero padre para sus fieles y, sobre todo, para sus sacerdotes; incluso para quienes se declaraban sus enemigos y que vieron, con el tiempo, como este obispo los trató caritativamente en sus necesidades, tanto materiales como espirituales.

Monseñor Tortolo, como un puñado de obispos ortodoxos, estuvo en aquella época en el centro de la tormenta desatada por el curerío tercermundista.

En sus diócesis y en su seminario, se propagaba la insurrección que quería destituirlo.

Pero su acción pastoral y la adhesión por su persona que sentían muchos sacerdotes y la masa de los laicos en su diócesis, fue diluyendo las posibilidades de sus enemigos.

Pero él no vaciló en sus objetivos. Poseedor de una gran determinación, comenzó su obra para llevar a su seminario a su máximo esplendor. Poco a poco, pero infatigablemente, fue removiendo y nombrando profesores hasta llegar a tener un selecto elenco de formadores donde sobresalían tres grandes figuras: el jesuita Alfredo Sáenz, el recordado y querido Padre Alberto Ezcurra y el brillante dominico Fray Marcos González, quien falleciera hace pocos días.

Ya para principios de los años setenta y por una década, el seminario de Paraná fue tenido por todos como el mejor seminario del mundo.

No voy a hacer aquí una reseña de lo que fue. Otros mejores que yo ya lo han hecho. Solo señalo tres aspectos: en Paraná se enseñaba a Santo Tomás de Aquino; en Paraná, a través de su seminario, se comenzaron a popularizar entre los laicos los retiros ignacianos y, obra también del seminario, se editaba la revista Mikael, joya formativa donde escribieran las mentes más esclarecidas del catolicismo de entonces.

El seminario, hasta donde yo recuerdo, llegó a tener alrededor de ciento cincuenta seminaristas; muchos de otras diócesis, pero la mayoría de las vocaciones era para la arquidiócesis de Monseñor Tortolo, quien se aseguraba así el futuro ortodoxo del clero paranaense.

Su acción y transformación pastoral se sintió en toda la diócesis, siendo sus grandes pilares la piedad eucarística y la piedad mariana. Para muestra, sirva como ejemplo este dato. Mientras se formaban sus primeros sacerdotes, Monseñor Tortolo logró “importar” tres sacerdotes sudafricanos y les encomendó la atención de la céntrica parroquia de San Miguel, la misma en la que se hicieran famosas las homilías católicas y nacionalistas del Padre Alberto Ezcurra cada 29 de setiembre y que congregaran a cientos de fieles para escuchar esas arengas tan argentinas. El dato es que pocos años después, y con el apoyo expreso del obispo, los sacerdotes sudafricanos abrían una de las primeras capillas de Adoración Perpetua en el país. Estamos hablando del año 1978. Esa capilla, hasta hoy, año 2021 todavía está activa para la adoración de Jesús Sacramentado. Se ha mantenido durante más de cuarenta años.

La acción de este gran Arzobispo trascendió su diócesis y fue elegido presidente de la Conferencia Episcopal Argentina. Recordemos que estamos hablando de la época en que el terrorismo marxista desató toda su virulencia en Latinoamérica, por lo cual no era un puesto cómodo el que Monseñor Tortolo pasó a ocupar. Paralelamente, también ejercía el cargo de Vicario General de las Fuerzas Armadas, secundado por otro gran obispo, Monseñor Victorio Bonamín. Cargos estos, ambos, que dado el gravísimo momento que se vivía, el de una guerra interna declarada por el comunismo, adquirían una enorme trascendencia y riesgo personal. No sé si muchos obispos estaban en condiciones anímicas de aceptar esas responsabilidades.

La acción de Monseñor Tortolo mitigó, me consta, las consecuencias y el dolor que toda guerra genera. Más todavía por una guerra sanguinaria llevada adelante por el marxismo.

El comienzo de la década de los ochenta supuso el inicio de la enfermedad que lo llevaría a la muerte y con ella, recién acabada de consumar, la obra del progresismo para destruir a su querido y gran seminario.

Quienes lo conocimos y lo tratamos, en algunas oportunidades, recordaremos siempre su alma selecta, su espíritu refinadísimo, su amor a la Iglesia, su trabajo perseverante para ganar las almas para Dios, su caridad en todo y con todos.

No tengo dudas que estará intercediendo por nosotros ante Aquel que todo lo puede.

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