
Leyendo la noticia que Infobae nos trae sobre los jesuitas y su odio acérrimo a Trump, ratificado por Infovaticana, y leyendo la situación de catástrofe que tienen en sus propias filas, según se lee en La Cigüeña de la Torre, recordé una situación que se vivió en Mendoza, el 24 de diciembre pasado, es decir hace unos pocos días, con los jesuitas de esa ciudad.
En la capital provincial, en la intersección de las avenidas San Martín y Colón, se encuentra la iglesia “atendida” por esos sacerdotes, contigua al colegio San Luis Gonzaga, que no goza de un gran prestigio, sino todo lo contrario.
El hecho es que ese veinticuatro de diciembre, media docena de personas esperaban en el atrio que se abriera la iglesia como se podía leer en los carteles pegados en la puerta, que anunciaban que se abriría, a las dieciocho treinta horas. Pero ya eran casi las diecinueve y no había señales de que eso sucedería. Entre esa media docena de personas había un sacerdote, que había ido a rezar pues se encontraba de vacaciones, y un seminarista. Los laicos que se encontraban allí, que no serían más de cinco, al ver que la iglesia no abría sus puertas, le pidieron al sacerdote que los confesara. El joven sacerdote accedió y se instaló en un banco que había sobre la vereda.
Pocos minutos después, el rollizo párroco abrió las puertas de la iglesia y quedó demudado.
¡Sotanas! La cara del párroco palideció. Porque no es que los jesuitas no usen sotana: la odian.
Y para colmo de disgustos, advirtió que un joven sacerdote estaba confesando sobre la vereda.
Faltaba más. Instantáneamente se procedió a sacar fotos, del sacerdote confesando y del seminarista. Como si se estuviera en presencia de algún delito.
Cuando el sacerdote terminó de confesar, ingresó al templo y se arrodilló para comenzar sus oraciones. El rechoncho párroco se acercó a él. Cualquiera diría que lo saludaría, y se pondría a disposición de él o le preguntaría si necesitaba algo. Después de todo eran dos sacerdotes en tiempos navideños.
– Soy Fulano de Tal, rector de este santuario (¿?). Le recuerdo que no está autorizado a confesar ni a concelebrar.
El joven sacerdote miró al jesuita con compasión y respondió:
– Feliz Navidad, padre.
La gruesa figura del jesuita, con mala traza y de aspecto desagradable, dio media vuelta y, algo aturdido por la respuesta recibida, se dirigió hacia el seminarista de sotana, al que le formuló la misma advertencia.
El seminarista, con una media sonrisa, contestó:
– No se preocupe, padre, soy seminarista.
Pasado este momento, el párroco, cual adolescente chismosa y con una diligencia que no había tenido para abrir el templo a horario, procedió a tramitar la información al obispado.
Al igual que usted, amable lector, cuando me contaron este suceso, quedé asombrado.
Pero, además, me cuenta un conocido, que fue a rezar a esa iglesia, el día veintiséis de diciembre, es decir, dos días después de este suceso. Había pasado un minuto de la hora de cierre prevista y, encontrándose él rezando, fue abordado por la misma gruesa figura del párroco que lo conminó a retirarse porque “ellos también tenían derecho al descanso”. Los jesuitas de Mendoza en esos días tenían abierta su iglesia no más de tres horas diarias. Pero, claro, imagínese el lector, terminaban el día cansadísimos, agotados.
Tengo la impresión, y es sólo eso, mi impresión, de que él párroco no es muy afecto al trabajo.
Si uno, por curiosidad, entra a la página a la que remite La Cigüeña de la Torre y, además de ver el tema de los números de los menores de sesenta y cinco años, hurga en la página y va, por ejemplo, a Palabras del Provincial y al artículo “No perder la memoria…no perder la fe”, encuentra, hablando sobre lo que hay después de la muerte, este párrafo: “Es verdad que la tradición cristiana nos ha dado una escenografía sobre todo ello con narraciones sobre el infierno, purgatorio, cielo…. Quizás necesitamos hoy adoptar una nueva lectura para que no sean escenarios cerrados o insoportables que dicen muy poco a la humanidad de hoy.” Es decir que para el provincial de España esas verdades están en la tradición, no en las Sagradas Escrituras o en el Magisterio y, además, dicen muy poco a la humanidad de hoy. Evidentemente, estamos en iglesias distintas.
La edad media de los jesuitas, en todo el mundo debe estar, creo yo, por encima de los setenta años. La naturaleza, que no Dios, hará su trabajo y, en no más de treinta años, esta congregación, otrora gloriosísima, hoy vergüenza de la iglesia, estará en plena extinción.
Gracias a Dios.
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