(…)El último fue Belial. Nunca cayó del cielo espíritu más impuro ni más torpemente inclinado al vicio por el vicio mismo. No se elevó en su honor templo alguno ni humeaba ningún altar; pero, ¿quién se halla con más frecuencia en los templos y los altares, cuando el sacerdote reniega de Dios, como renegaron los hijos de Elí, que mancharon la casa divina con sus violencias y prostituciones? Reina también en los palacios, en las cortes y en las corrompidas ciudades donde el escandaloso estruendo de ultrajes y de improperios se eleva sobre las más altas torres y cuando la noche tiende su manto por las calles, ve vagabundear por ellas a los hijos de Belial, repletos de insolencia y vino. Testigos las calles de Sodoma y la noche de Gabaa, cuando fue menester exponer en la puerta hospitalaria a una matrona para evitar rapto más odios. (John Milton, El paraíso perdido)
El actual estado de cosas dentro de la Iglesia, en lo referido a la existencia y poderío del lobby homosexual, puede calificarse como catastrófica. Prácticamente todos los días saltan escándalos aquí y allá y, con que solo sea verdad el diez por ciento de los casos denunciados ya es suficiente para advertir que nos encontramos ante una verdadera calamidad.
No importa, a los fines de este artículo, si esta verdadera inundación de sodomitas dentro de la Iglesia fue concebida desde hace mucho tiempo por los enemigos de la Iglesia, como sostienen algunos, o si fue dándose gradualmente sin planificación previa. La realidad es que actualmente opera como una verdadera mafia que protege y promueve a sus miembros a cargos y jerarquías cada vez más encumbrados y su poder es notorio.
La tolerancia, el silencio, un sentido de la misericordia distorsionado o, simplemente, la falta de carácter de quienes debieron velar para que esta tragedia no sucediera, hicieron que lleguemos a un estado de cosas que parece inmanejable para el Vaticano, cuando no permitido por algunas de las más altas autoridades eclesiásticas.
El lobby homosexual ha ido robusteciendo no solo su capacidad y su fuerza para la adopción de resoluciones de variada importancia, sino, lo que es más importante, la idea de que la homosexualidad ya no es tan pecaminosa como creíamos. Ese es, probablemente, el peor de los peligros a que se ve enfrentado el común de los católicos: que campee la noción de que las relaciones homosexuales han dejado de ser un problema moral.
Ante esta situación de auténtica tragedia en que constatamos que la infiltración homosexual ha alcanzado semejante poderío, ¿qué debería hacerse?, ¿qué podría hacerse?
Lo primero, creo, y lo más importante, es tener la decisión de acabar con esta peste. ¿Quiere el Papa actual terminar con este flagelo que carcome la vida de la iglesia y que condena a tantas almas? ¿Están dispuestas las más altas autoridades de la Iglesia a dar esa batalla crucial?
Debemos suponer que la respuesta es sí.
A nadie escapa que el problema es de extraordinaria gravedad y complejidad. Pero más allá de esa complejidad, el sentido común nos dice que hay cinco pasos que es imprescindible dar para enfrentar esta encrucijada.
Primer Paso: reafirmar la doctrina tradicional al respecto.
Es tal la confusión actual en los católicos menos formados o menos interesados en el tema que, por falta de vigor en las declaraciones e intervenciones de quienes deberían velar por la formación de los católicos comunes, las cosas quedan diluidas y ya no se está tan seguro de la gravedad del pecado de la homosexualidad. Además, las palabras difusas, que no dicen mucho si no están bien afirmadas, contribuyen a esta confusión. Si hablamos de “acompañamiento” a las parejas gay (en castellano el término era más contundente pero hemos cedido hasta en el vocabulario), debemos decir adónde las vamos a acompañar. Es de suponer que es al confesionario y no al precipicio, pero eso, actualmente, hay que decirlo. Los obispos deben machacar sobre la doctrina de siempre y hacer que sus sacerdotes también lo hagan, de tal forma que los feligreses vean el real peligro para las almas en ceder en este tema y en la monstruosidad de este pecado nefando. Está claro que quienes ambicionan cambiar la doctrina de la iglesia sobre este punto, van a enfrentar lo “pastoral” contra lo “doctrinal” y la estrategia es más que evidente: diluir la doctrina o ni mencionarla y darle primacía a lo fáctico, a lo subjetivo.
Segundo Paso: reconocer que el problema existe y calibrar su gravedad.
Este segundo paso, que puede ser simultáneo con el primero, es esencial. Si no reconocemos que tenemos un tumor terminal en nuestro organismo y solo creemos que es un ligero resfrío, evidentemente que el antigripal no será suficiente para erradicar la excrecencia. El problema no solo involucra a personas concretas, sino también bibliografía, documentos, etc, y toda una “cultura” homosexual cuyo exponente más conocido es el jesuita James Martin. Países como Irlanda, Estados Unidos o Alemania, han resultado devastados por esta corrupción. Sólo en un estado de Estados Unidos hay casi 300 sacerdotes sospechados y en Alemania hay más de 3000 denuncias en estudio. No parece que en las altas esferas vaticanas vean la homosexualidad como un problema gravísimo que requiere enfrentarlo y solucionarlo cuanto antes. Si el estado se situación se aprecia mal, la solución será errónea.
Tercer Paso: tomar las medidas para erradicar la peste homosexual.
Para esto hay que tener decisión. Si no hay anestesia, la operación deberá hacerse a carne viva. Habrá que barrer, en cada caso se verá cómo, con estructuras enteras. Fíjense, por ejemplo, lo que puede leerse AQUÍ y AQUÍ. ¿Cómo se ha llegado a ese punto? Esas estructuras corrompidas deben ser desarticuladas y, si es necesario, reemplazadas o simplemente disolverlas. ¿Que estas medidas provocarían un gran escándalo? ¿Qué duda cabe? Pero peor es el escándalo de que existan y con males perniciosísimos para las almas.
Cuarto paso: tomar los recaudos para que estos quistes malsanos no vuelvan a aparecer.
Para ello habrá que legislar y tomar medidas prudenciales para cada Iglesia particular. Habrá que seleccionar con muchísimo cuidado a los responsables de los seminarios, conventos y centros de formación. Y, sobre todo, establecer un mecanismo para la selección de los obispos que son, en último término, quienes deben poner en práctica y vigilar que las disposiciones adecuadas se cumplan.
Quinto paso: enfrentar al “mundo” por los pasos anteriormente dados.
Seríamos necios e ingenuos si creyéramos que el mundo aceptaría sin chistar todo este “programa” de verdadera renovación de la Iglesia. La prensa internacional, la masonería, la izquierda en general, el clero sodomita y todos los enemigos nuevos y viejos de la Iglesia, se convulsionarían de sólo conocer que existe una intención semejante. Si el mundo no dice nada sobre lo que la Iglesia hace al respecto y, es más, alienta y festeja una situación semejante, es mala señal. Algo anda muy mal.
Para tomar medidas y conductas como las descriptas más arriba y estar dispuestos a soportar las consecuencias de estas providencias que son de estricta justicia y necesidad, se requiere decisión, inteligencia y tenacidad. Y, sobre todo, valor. En grado heroico.
Cuando se acepta asumir una responsabilidad también se acepta enfrentar las consecuencias de los actos. Para el caso de los sucesores de los Apóstoles, y en especial el sucesor de San Pedro, esas consecuencias incluyen la posibilidad del martirio.
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