Fin de año. Época de ordenaciones. Sacerdotales, digo.
Cuando uno era chico y asistía obligado a una de esas ceremonias, sin posibilidad de desobedecer, no entendía casi nada. Para colmo todo era en latín, y uno, lego absoluto en el idioma, se sentía poco menos que de adorno en el lugar. No es que me parezca mal el latín en la liturgia, al contrario. Pero la realidad es que no recuerdo que yo lo hubiera entendido.
Pero algo quedaba claro; ahí adelante, cerca del altar, estaba pasando algo fuera de lo común. El silencio, los pocos movimientos, los aspirantes a ser consagrados, de bruces en el suelo y después revestidos, y la solitaria voz del obispo así lo probaban.
Pasados algunos años, ya grandecito, tuve el privilegio de asistir a las ordenaciones de los seminaristas de Paraná. El obispo era nada menos que monseñor Adolfo Tortolo, gloria de la iglesia argentina. Y ahí sí, ya entendíamos algo. Había menos latines y, a los ignorantes como yo, nos permitía seguir todo con un poco más de devoción y con más interés por aprender. Algo entendíamos. La sustancia, la esencia, no se nos escapaba. Un fulano, sin mérito ninguno, pasaba a ser, luego de la imposición de manos, “otro Cristo”, no porque el fulano quisiera, sino porque Él lo había elegido.
Este fulano sería capaz, ahora, de hacer bajar del cielo, por su sola voluntad, nada menos que al Rey de Reyes. Capaz de transformar el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor. Además, este nuevo sacerdote, gordo o flaco, alto o petiso, rubio o morocho, podía, a partir de entonces, perdonar los pecados.
¿Y cómo podía ser esto?
Podemos escuchar infinidad de sermones al respecto, leer muchísimo de sabios sacerdotes e incluso de laicos, pero nunca vamos a agotar el tema como para decir “ya entendí todo”. Nunca lo vamos a “asir” del todo.
El aspirante a ser ordenado, con seguridad, creemos, que ha puesto a prueba su vocación durante largos años. Habrá estudiado, habrá evidenciado delante de sus superiores, con la gracia de Dios, que estaba en condiciones de ser presentado para su ordenación. Todo eso es mérito propio, es esfuerzo de él mismo.
Pero el soplo inicial, la inclinación a la vida religiosa, la vocación propiamente dicha, el llamado a esa vida, es algo externo, es algo que no dependió de él. El llamado fue hecho por el mismo Cristo. Ya esto, el ser elegido por Dios mismo, no se entiende con tanta facilidad. ¿Por qué a él y no a otros? ¿Por qué ese amor especialísimo para algunos y para otros no? Y después está la “ayuda” de Dios para que el candidato dé el “sí” a ese llamado. Otro misterio.
Ese “favoritismo”, esa predilección, no tiene explicación humana. Solo se entiende en la lógica divina que, supongo, será mucho más lógica que la nuestra.
La tercera “etapa” personal, luego de la asistencia obligada cuando chico y la presencia en las ordenaciones en Paraná, fue la de ver cómo algunos hijos de amigos o de conocidos, también eran consagrados sacerdotes.
Mismas preguntas y respuestas casi idénticas, pero con algún matiz diferente que ahora surgía un poco más nítido. Los candidatos, en general, provenían de ambientes católicos y era más fácil que las vocaciones se suscitaran allí y no se marchitaran. Pero esto no era concluyente ya que muchos provenían de lugares y familias muy alejadas de lo religioso. Señal, también, que el Espíritu Santo sopla donde quiere y cuando quiere.
Llegamos entonces a la cuarta etapa, la actual. Un hijo que está a menos de una semana de ser ordenado sacerdote para toda la eternidad.
Podríamos tener más elementos de juicio como para aproximarnos aunque sea un poquito a ese inmenso mar que son las decisiones de Dios.
Alguien podría decir que el muchacho fue siempre alguien especialísimo. Negativo. Un chico común, con una vida común, que hacía las mismas travesuras y macanas que el resto de sus hermanos.
Algún benévolo y bien intencionado podría sostener que la acción del padre fue decisiva. Descártenlo.
¿Algún episodio religioso fuera de lo común? Que yo sepa, no.
En resumen, nada que no fuera alguna sensibilidad especial para lo religioso cuando chico. Pero no hablamos de algo extraordinario.
El ambiente familiar y de las amistades sí pueden ser considerados como importantísimos para que la semilla de la vocación crezca y no quede sofocada. Las lecturas, las amistades, la diversión, los entretenimientos, las compañías o la concurrencia a campamentos y cursos o el ejemplo de religiosos cercanos, con seguridad que han contribuido al desarrollo de la vocación. Pero el origen, el porqué a él y no a otro de sus hermanos será siendo explicable solamente por ser decisión de Dios. Lo mismo ocurre con las vocaciones religiosas femeninas.
Finalmente, no tengo dudas que Dios se inclina a llamar a los obreros de su mies en donde más se le pide.
Donde hay madres que rezan todos los días para que Dios envíe numerosos y santos sacerdotes, para que ese llamado no sea desoído por el elegido y para que persevere en su vida consagrada, con seguridad que Él no se desentenderá.
Y habrá que dejar obrar a Dios en cada alma. No se nos pide que hagamos nada extraordinario. O quizá lo extraordinario sea no meternos y no obstaculizar lo que Él tiene dispuesto. Con eso, con no ser un estorbo, ya habremos hecho lo nuestro.
Dios hará el resto.
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