
Se han cumplido diez años de la asunción de Francisco como Sumo Pontífice.
Y el Papa, pese a declarar que no le gusta dar entrevistas, se ha prodigado en los medios de comunicación con motivo de este aniversario. Para los medios argentinos concedió, por lo menos, cuatro.
Debo confesar que cada vez que veo o leo a Francisco hablando, ya sea en entrevistas o ante diversos grupos de fieles me viene a la memoria el recuerdo de un personaje que conocí en el Ejército que mantenía la disciplina de sus subalternos con un clima de terror y en un ambiente de malestar y de continua zozobra anímica. Este sujeto, un ignorante manifiesto, opinaba con la seguridad de un erudito en temas variadísimos ajenos a la profesión, ya sea en reuniones sociales o fuera del servicio. Dada su personalidad prepotente y avasallante, quienes le escuchaban, subalternos o de menor jerarquía, preferían guardarse sus opiniones y no contradecir a su superior porque sabían que eso podría tener consecuencias. Resultas de esta situación es que el personaje en cuestión había asumido, inconscientemente, que sus análisis y opiniones, del tema que fuere, eran de un nivel superior e irrefutable, ya que el silencio que seguía a lo que sostenía u opinaba, en el tema que fuere, le hacía suponer que así era. Pero la realidad era que nos encontrábamos en presencia de un fatuo, de pobrísima cultura y de intelecto que apenas llegaba a la media. Eso sí, se sabía que no vacilaba a la hora de decidir y de postergar y alejar a personas mucho más preparadas o valiosas que él y que su sola presencia le hicieran sombra. Lejos está su figura de recuerdos de admiración o afecto en quienes lo conocieron.
Pero volvamos a Francisco y a su aniversario.
¿Algo para festejar? ¿Algo para tirar cohetes?
Pareciera que no.
Aquel fatídico 13 de marzo de 2013 lo tengo grabado en mi memoria, y quien mejor resumió la sensación que tuvimos los católicos argentinos que conocíamos bien al arzobispo de Buenos Aires, creo, ha sido Marcelo González, en su Panorama Católico Internacional, en un artículo cuyo título es contundente: “El Horror”.
No obstante ello, la amargura del resultado de ese cónclave, siempre tuvimos los católicos la esperanza de que las cosas que están tan lejos de nuestro alcance el poder modificarlas y de tal gravedad, sea Dios quien las arregle y, en este caso, mediante alguna de sus intervenciones extraordinarias que, por lo menos, evitara grandes males para la Iglesia que la aparición de Francisco hacía presagiar.
Sólo Dios sabe el porqué de la elección de este Papa.
Pero el balance de estos diez años ha sido trágico para la Iglesia. No voy a ser yo quien haga un recuento exhaustivo de los males que este papado ha acarreado a la Barca de Pedro; otros, mucho más capaces e informados que yo, ya lo han hecho; empezando por el gran cardenal Pell, con aquel escrito que hiciera circular poco antes de su inesperada muerte.
Todo, durante este pontificado, ha sido empeorado, agravado y, si se me permite la expresión, envilecido.
¿Nada hay para rescatar de este período francisquista?
Es muy difícil hablar de “logros” en este pontificado. Su principal “bandera” y lo que se difunde por los adeptos a Francisco es que revalorizó la Misericordia Divina. Esto es una falacia porque la Misericordia sin arrepentimiento es un remedio envenenado. Dios nos pide nuestro arrepentimiento para derramar sobre nosotros su Amor Infinito, no hay otra manera.
No hay, según mi forma de ver, casi nada para aplaudir.
Creo aplicable a esta situación aciaga que vive la Iglesia muchas de las Lamentaciones del profeta Jeremías al ver la soledad y las ruinas de Jerusalén destruida por los caldeos.
La Iglesia ha sido colocada como furgón de cola del Poder Mundial, difusora de sus postulados anticristianos y promotora entusiasta de la Agenda 2030.
Dice Jeremías en su primera lamentación, al ver la desolación de Jerusalén: “la señora de provincias ha sido hecha tributaria”, y más adelante: “todos sus perseguidores le dieron alcance y le estrecharon”.
Se lee en la segunda lamentación: “los ancianos de la hija de Sión se sientan en tierra mudos” y uno piensa en tantos pastores que ven, a diario, la deriva gravísima que ha tomado la Iglesia y ellos callan y, por miedo o por carrerismo, nada dicen, nada advierten a sus ovejas de los peligros e, incluso, se hacen portavoces del modernismo rampante.
“Tus profetas te anunciaron visiones vanas y mentirosas”, se lee, también, en esta segunda lamentación.
Nos habían anunciado la “primavera” de Francisco que sería quien llevaría a término el Concilio Vaticano II. Hoy el descenso de asistencia de los fieles a misa es escandaloso, las vocaciones sacerdotales y religiosas han disminuido aceleradamente y el pueblo fiel vacila en sus creencias, producto de un magisterio heterodoxo y confuso.
Dice Jeremías: “todos tus enemigos abren su boca contra ti, silban y dentellean, diciendo: ¡La hemos devorado¡ Es el día que esperábamos, lo hemos alcanzado, lo hemos visto”; y más adelante; “Abren su boca contra nosotros todos cuantos nos odian”. Basta ver los medios de comunicación, día a día, para darse cuenta de cómo los enemigos de la Iglesia se regodean con lo que está pasando.
Hoy, quienes conducen la vida eclesiástica se caracterizan, en su gran mayoría, por una mediocridad pavorosa. No son vidas ejemplares, no se destacan por su formación ni por su celo apostólico. Dice el profeta en su cuarta lamentación: “¡Cómo se ennegreció el oro, cómo el oro fino se ha degenerado¡”
La formación rigurosa y exigente en los seminarios ha desaparecido, el Instituto Juan Pablo II de Estudios sobre el Matrimonio y la Familia ha sido “ocupado” por esbirros intelectuales, el tomismo ha sido abandonado definitivamente. Dice Jeremías: “Están las piedras sagradas esparcidas por todas las calles”.
La ruina que ha traído este pontificado puede reflejarse en lo que el profeta escribe en su quinta lamentación: “Nuestra heredad ha pasado a manos extrañas, nuestras casas a poder de desconocidos”.
¿Cuánto tiempo queda de este horror, de esta catástrofe, como la llamó el cardenal Pell?
No lo sabemos. La única certeza que tenemos es que Nuestro Señor Jesucristo no abandonará a su Iglesia:
Cerremos este escrito inspirándonos en el anteúltimo párrafo de la oración de Jeremías, pero cristianizada: “Más tú, ¡oh Cristo¡ reinas por siempre, y tu trono permanece por generaciones y generaciones. ¿Por qué habrías de olvidarnos para siempre?
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