Hora Santa

El tiempo que se pasa frente a Jesús sacramentado siempre es provechoso. Sean cinco minutos, una hora o más tiempo, siempre tiene un beneficio, por supuesto que no cuantificable o medible numéricamente, sino espiritualmente, con resultados que solamente percibe el alma, un alma, y por lo tanto del todo particular.

Y cada alma, en esa hora santa, tiene un diálogo propio, un lenguaje propio, una confianza y una intimidad completamente privada con Jesús que, con su infinita bondad, se adapta a todos: al teólogo, al estudiante, al ama de casa, al médico o al albañil, y a todos les dice, si sabemos escucharlo, lo que a cada uno le conviene para alcanzarlo a Él, que es nuestra felicidad.

¿Cuántas veces, en alguna visita al Santísimo, estando preocupados por algún tema o alguna necesidad, no hemos recibido el consuelo o la esperanza en aquellos instantes en que no había adonde recurrir humanamente? ¿Cuánto más, estando en momentos de tranquilidad espiritual, no hemos recibido gracias, estando frente a Él, que ni imaginábamos?

Hoy, en una de esas visitas a Nuestro Señor, pensaba en aquello de San Juan de la Cruz cuando nos habla del alma que sube por la escala secreta a encontrase con su Amado en la terraza, luego de haber dejado “la casa sosegada” y que sube, peldaño a peldaño,  hasta encontrarse con el Amor al que aspira.

A veces eso nos parece, a las almas tibias y perezosas, algo puramente ideal, inalcanzable.

Inalcanzable porque dejar “la casa sosegada” significa haber dominado todas nuestras pasiones desordenadas, haber enderezado nuestros afectos, haber sometido a nuestros sentidos que se habían hecho señores de nuestra alma, como señala Santa Edith Stein. Eso ya se nos presenta como una empresa improbable, totalmente alejada de nuestras posibilidades. Es comenzar a transitar la Noche Oscura del Sentido y comenzar a recorrer el camino estrecho que, como dice la santa, es solo para valientes, una senda al que solo un número insignificante se anima a transitar. Un camino que obligatoriamente exige tomar la cruz; pero un camino, que aunque en tinieblas, es más seguro que la tierra que pisamos. Y la santa nos dice que lo único que se nos exige es dar el sí, convencido y definitivo, para iniciarlo, y que por ese camino, el de la cruz, seremos llevados de la mano por Él.

Y dejar “la casa sosegada” significa haber llegado a la mitad del camino, todavía falta mucho para que despunten las primeras luces de la alborada. Ahora hay que comenzar a subir los diez peldaños de la “escala secreta” que lleva a nuestra alma hasta el Amado.   

Y cada peldaño es un arrancón espiritual. Es transformar nuestra alma y asemejarla cada vez más al Espíritu Divino hasta hacerla una sola con Él. Cada peldaño es quitar, uno a uno, los quistes propios, nuestros, que estorban para que Dios ocupe todo el lugar.

Y en este camino habrá consuelos espirituales, de distinta magnitud, prodigiosos, a los que también habrá que renunciar, porque Él los brindará como apoyos, como bastones, para seguir escalando, pero que no podemos quedarnos en ellos, porque solo son dones y a lo que nosotros aspiramos es al Donante.

La meta es hacernos uno con Dios, enajenar nuestro entendimiento, nuestra memoria y nuestra voluntad, que son todo imperfección, para ser unos con el entendimiento y la voluntad divinos. “Aniquilarse” dice Santa Edith Stein, comentando a San Juan de la Cruz, o quedar “reducidos a cenizas” dirá Santa Catalina de Siena en su Diálogo.

La vida eterna, se me ocurrió, será, básicamente alabanza y gratitud.

El alma quedará completamente transformada, elevada a un estado de santidad que no imaginamos. La memoria ya no nos será muy útil porque ella actualiza lo que no tenemos, lo que recordamos y querríamos poseer, y en el cielo tendremos Todo, ya nada querremos poseer o nada extrañaremos.

El entendimiento, la inteligencia, quedará tan abrumada por la Verdad Infinita que sólo atinará a alabar al Dios Todopoderoso.

Y la voluntad, antaño buscadora del Bien y del Amor, quedará tan colmada que sólo podrá balbucear cánticos de gratitud.

Vuelto a casa me senté a escuchar una charla de un sacerdote que hablaba sobre la educación de la voluntad. Este sacerdote decía que todos llevamos dentro al héroe y que lo peor que podíamos hacer es echarlo de nuestra alma.

Instantáneamente me acordé de Santa Edith Stein y de su Ciencia de la Cruz.

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