La pandemia del coronavirus ha traído innumerables consecuencias y situaciones de tan variada índole que nos sorprende día a día al leer los diarios.
Una de esas nefastas consecuencias es la situación penosísima de muchos conventos contemplativos, dado que las monjas, que es el caso que nos ocupa, están pasando por momentos de verdadera necesidad.
A causa de la situación de franca decadencia de la vida religiosa, la gran mayoría de estos conventos, con escasísimo número de consagradas y con un altísimo porcentaje de ancianas, ha dejado de recibir, por circunstancias diversas, el apoyo que ordinariamente recibía de sus benefactores, lo cual ha derivado en perentorias necesidades, empezando por las alimenticias.
Los católicos olvidamos que una de las posibilidades que tenemos para cumplir con nuestra obligación de sostenimiento de la Iglesia, también puede pasar por la contribución, monetaria o de otro tipo, al sostén de conventos o instituciones religiosas.
Volviendo al punto de las necesidades de muchos conventos, se ha dado la circunstancia de que algunos de ellos, ante estas acuciantes penurias, han debido aceptar que quienes ofician de contribuyentes les sugirieran o impusieran determinadas condiciones de distinta naturaleza; como una forma de devolver estos favores “a la comunidad”. Como si las monjas contemplativas, además de buscar la perfección de la vida cristiana en la clausura, no orasen día y noche por distintas intenciones de la comunidad. Una aberración.
Se ha dado el caso, por ejemplo, de que un convento, ante esta necesidad, ha debido “pactar” con una fábrica el tener que confeccionar ropa de trabajo para esa industria a cambio de distintas contribuciones para su sustento, con la deriva posterior de que los representantes de la fábrica quisieran imponer horarios de trabajo a las monjas.
Y entonces entra aquí el concepto de Providencia para los católicos.
Hay monasterios que siguen a pie juntillas el concepto de abandono en la Divina Providencia. Conocemos un caso de una superiora, jovencísima pero de mucho carácter, que ante una sugerencia se entrevistó con un responsable de una institución benéfica que insinuó la necesidad de que ese monasterio contemplativo devolviera de alguna manera esa colaboración, con actividades “productivas”, por decirlo de manera mundana, lo cual significaba que las monjas rompieran con la regla, por lo menos en forma parcial pero de manera continua. La superiora del monasterio rechazó gentilmente el ofrecimiento y con algún dinerillo que todavía tenía compró una imagen de San José que el convento todavía no tenía por ser de fundación bastante nueva. A él, a San José, se encomendaron las monjas y continuaron con su vida habitual. En muy poco tiempo comenzaron a llegarles donaciones al punto de que nunca habían tenido tantas y han comenzado a transferir estas donaciones a otros conventos. Estamos hablando de un convento con cincuenta monjas.
No es el único caso de monasterios cuya regla determina taxativamente el abandono en la Divina Providencia y al que se han seguido apegando en tiempos de coronavirus. Conocemos el caso de otro con sesenta monjas y otro más con ciento veinte.
Quisiera destacar solo dos aspectos.
El primero es que lo que el mundo entiende por productividad choca por completo con lo que es la vida contemplativa. Es que el mundo solo valora, económicamente hablando, lo que produce bienes y servicios, lo que se puede palpar, lo que se puede consumir. El mundo no entiende, ni quiere entender, la vida de una persona consagrada, en cuerpo y alma, a vivir según Dios, lo más perfectamente posible y que para eso se encierra, se enclaustra. Pero también es verdad que el alma contemplativa tampoco quiere saber nada con el mundo, lo cual no quiere decir que se desentienda por completo de él. La “productividad” de la vida contemplativa respecto del mundo está en pedir y rezar, hacer penitencia y sacrificarse continuamente por distintas necesidades; por los enfermos, los hambrientos, los necesitados, los que tienen urgencias espirituales, los que están agonizando, por la conversión de los pecadores y tantas cosas más. Y esta “productividad” llega al límite de que, en no pocas ocasiones, se ofrece la vida por diferentes razones que tienen relación con el mundo. La diferencia con la “productividad” del mundo es que la de las monjas, o monjes, contemplativos no se puede medir con parámetros humanos.
Pero, lo que opina el mundo respecto de las almas entregadas a la Divina Providencia está mucho mejor expresado por el jesuita francés Jean-Pierre de Caussade, que allá por la primera mitad del siglo XVIII, escribía en “El abandono en la divina Providencia”:
“El mundo, que ignora este misterio (el de quienes se abandonan en la divina Providencia), y que sólo juzga por las apariencias, no encuentra en estas almas absolutamente nada de lo que a él le agrada y estima. Las rechaza y desprecia. Más aún, vienen a hacerse piedras de escándalo para todos. Cuanto más se las conoce, menos se entienden y más oposición suscitan. En realidad, no se sabe qué decir o pensar de ellas. Hay algo, sin embargo, no se sabe qué, que habla a su favor. Pero en lugar de seguir este instinto, o al menos en lugar de suspender el juicio, se prefiere seguir la malignidad. Y así se espía sus acciones con mala intención, y lo mismo que los fariseos reprobaban las maneras de Jesús, se mira a estas almas con prejuicios negativos, que todo lo hacen parecer ridículo o culpable”.
El segundo aspecto es la confianza en la Divina Providencia, otra arista inentendible para el hombre mundano.
¿Cómo se puede ser tan necio?
Podríamos citar infinidad de textos, dar ejemplos concretos de las almas confiadas en la Divina Providencia, pero, cerremos este escrito, citando, otra vez, a de Caussade:
“Observadles con atención, y no apreciaréis nada impresionante, ni especial. Todas ellas viven el curso de los acontecimientos ordinarios, y aquello que podría distinguirlas no resulta asequible a los sentidos. Lo que parece representar todo para ellas es esa dependencia continua que mantienen respecto de la voluntad de Dios. Esta voluntad de pura providencia las hace siempre señoras de sí misas, por la continua sumisión de su corazón. Y sea que cooperen ellas expresamente o que obedezcan sin advertirlo, están sirviendo para el bien de las almas… Se ve en ellas lo que la naturaleza muestra en los niños que no han recibido aún formación alguna de sus maestros. Son en ellas patentes ciertos pequeños defectos, de los que no son más culpables que esos niños sin formación, pero que chocan más vistos en ellas que en éstos. Y es que Dios despoja a estas almas de todo, menos de la inocencia, para que no tengan nada sino a Él mismo”.
Antonio: muchas gracias nuevamente por la reflexión. Es increíble que en el estado en que nos encontramos frente a esta pandemia y frente a la posibilidad cierta y concreta de la muerte, nadie piense en la vida eterna. Todos son remedios mundanos y ni que hablar de los medios de comunicación. Estas monjas nos dan ejemplo de cómo prepararse cada día para el Juicio Final, que en definitiva es lo único que debiera importarnos.
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